Se celebra esta noche el famoso y a la vez denostado Festival de Eurovisión de la canción, el cual creo que bien merece unas líneas de reflexión.
Es un fenómeno sociológico digno de estudio que, con sus altibajos, se ha mantenido a través de las décadas contra viento y marea por más que muchas voces lo traten con cierto desdén.
Algo que surgió en 1956 cosa de pocos, en una Europa que salía de la posguerra, ha ido creciendo con el continente, reflejando los cambios históricos que este ha experimentado para llegar a consolidarse como un referente en todos los países que en él participan.
Muchos ciudadanos denostan el festival por cutre y hortera, escaparate de melodías comerciales, olvidables y prescindibles. La parte de razón que dichas críticas arrastran no puede hacernos olvidar que el Festival es la mayor celebración conjunta de tipo cultural que se celebra en Europa, sí han leído bien, cultural. Esto lo dice casi todo de los lastres que a día de hoy cuelgan del proyecto Europa
La Unión Europea, núcleo duro del continente y a la cual pertenecen la gran mayoría de participantes, no ha sido capaz en sus años de vida, casi los mismos que Eurovisión, de poner en marcha eventos culturales que ayuden a acercar a los europeos más allá de la cooperación económica y normativa.
El programa Erasmus destaca como el otro puntal de cooperación e integración en un continente que sigue desconociendo demasiado de los vecinos con los que comparte cama económica para bien y para mal.
Para los europeos que vivimos el festival en nuestra infancia, cuando aún tenía prestigio y se seguía de manera masiva, esta nueva Europa de naciones irreales tipo Azerbaiyán que ni siquiera existían entonces resulta exótica y lejana pero real a través de sus representantes año a año.
Eurovisión nos recuerda, sutilmente, entre gritos, baladas y músicas bailongas insufribles, que Europa es un continente diverso, en cambio constante y que al final son las personas, mediante sus expresiones culturales las que van conformando las sociedades y limando las asperezas de los roces.
Deberían tomar nota Merkel y los eurócratas de la cojera de la mesa europea, del malestar en muchos países, no solo en Grecia, no solo por la crisis, y del recelo de muchos europeos ante lo que la Unión Europea representa en sus vidas.
La pata de la cultura, del conocimiento del otro, de la unidad en un proyecto común dotado de alma y sentimiento, el mejor pegamento que el hombre conoce, resulta demasiado corta y hace que la mesa se tambalee y amenace con caer.
Capitales europeas de la cultura, festivales conjuntos, programas de intercambio de estudiantes, programas de cooperación entre empresas intercambiando trabajadores, etc... son parches en un tapiz que no tendría que crecer año tras año.
Deberían ser los valores y la creatividad europea, en general mucho más similares de lo que pensamos, los que cimentaran una idea del mundo que bien merece la pena, y no únicamente los euros, los presupuestos y los planes de ajuste.
Falta una Europa humana y por ello el Festival, con sus defectos y sus vicios, sigue flotando como un corcho año tras año, haciendo sentir a los Eurofans que pertenecen a un barco extraño y común en el que navegar compartiendo camarote.
L'Europe, douze points!