Imagino que nos ha pasado a todos, de repente, como una revelación, encontrarnos de bruces con una actividad, con un lugar, con una novela, con algo que abre una puerta emocional hasta entonces ignota.
En mi caso ocurrió hace bastantes años, en otro siglo, en otra edad, en otro contexto.
Una tarde de ocio casero escuché por casualidad, como suelen ser las cosas que nos marcan, una canción portuguesa "Haja o que Houver" del grupo Madredeus, del cual conocía vagamente el nombre.
La melodía, embriagadora en la voz de Teresa Salgueiro, destapó el tarro de las esencias portuguesas, y supuso mi acercamiento a una cultura vecina y ausente al mismo tiempo.
Tras Madredeus, llegó Saramago, y por fin, Lisboa, ciudad soñada antes de ser conocida.
Los vínculos emocionales nos van enredando en su telaraña de sentimientos, dando matices y tonos a una conexión que no logramos nunca explicar racionalmente.
El hechizo portugués ahondó su presencia a través de su música y de su literatura principalmente. Asomaron en sus libros Lobo Antunes, Lidia Jorge, Mourao Ferreira, Pessoa, Vergilio Ferreira Torga y más nombres, imprescindibles en las letras de allende la raya y prescindidos en esta vertiente ibérica.
Siempre me ha parecido que el portugués se destaca como la lengua más poética y emotiva de todas las latinas, distinguida de la sinuosidad francesa, la claridad seca del español o el cántico refrescante del italiano. Obviamente no soy objetivo, reitero mi cautividad del hechizo portugués.
La música portuguesa está indisolublemente asociada al fado y a Amalia Rodrigues; reflejo de un sentimiento melancólico de la vida, con numerosas variantes, y encarnada a la perfección tanto en voces masculinas como femeninas.
El resurgir del fado moderno, tras la estela de su renovadora, Dulce Pontes, nos ha traído a nuestros oídos españoles, joyas como las voces de Cristina Branco, Mariza, Ana Moura, Mafalda Arnauth y, más recientemente, la pujante Carminho. Grande nuestra deuda con el pequeño vecino.
El cóctel sentimental que nos hace apegarnos a una tierra, a una emoción o a una forma de explicar el mundo incluye numerosos y variados. ingredientes.
Música, paisajes, historia, literatura, idiosincrasia, lengua, y todo aquello intangible que nos seduce sin saber verbalizarlo con precisión.
Cuando se produce el chispazo, cuando la emoción despierta y alguna de nuestras fibras sentimentales vibra con brío honesto y entusiasta, es cuando más conscientes somos de que estamos vivos.
En estos tiempos materiales, de sequía espiritual y de periplos sin rumbo cierto, la fibra sensible nos sirve de brújula para el camino y nos ayuda a recordar, con punzante viveza, que es aquello que nos hace especiales, nuestra humanidad.